Por: Víctor
Montoya
Por
las mañanas no me despiertan los resplandores del alba ni el armonioso trino de
los pájaros, sino los estridentes bocinazos y endiablados motores de los autos
“chutos” (de contrabando), que corren con la misma velocidad con que se está
agotando la biodiversidad del planeta. Los autos “chutos” son motorizados
adquiridos a bajo costo en los países industrializados, donde los sacan de
circulación y los tiran como chatarra en el cementerio de automóviles.
En
la ciudad de El Alto, donde los motorizados circulan emitiendo bióxido de
carbono como las fábricas consumidoras de combustibles orgánicos, algunos vecinos
se cubren la boca y las fosas nasales cuando se cruzan con un simple fumador de
tabaco, pero no hacen nada cuando cruza por sus narices un camión cisterna,
cuyas columnas de humo oscurecen la atmósfera y contaminan el medio ambiente.
Lo peor es que estos motorizados, que pasan y repasan como si fueran los amos y
señores de la calle, amenazan la vida de los peatones, quienes, además de
correr el peligro de ser arrollados por un distraído conductor, deben
disputarse el paso con las casetas comerciales construidas en plena acera.
Si
bien es cierto que el Ministerio de Medio Ambiente, por medio de campañas
publicitarias y programas escolares, se preocupa por arborizar la ciudad
contaminada por los gases de los autos “chutos”, con la esperanza de promover
mayor conciencia medioambiental y proteger la naturaleza, es cierto también que
algunos vecinos, en tiempos en que los depredadores son muchos más que los
ecologistas, se dan a la tarea de masacrar a los escasos árboles, quitándoles a
machetazo limpio las ramas que no sólo sirven para ornamentar una ciudad
desprovista de vegetación, sino también para oxigenar el ambiente que cada vez
provoca más enfermedades broncopulmonares entre los habitantes alteños.
Éste
es el caso de una de las vecinas en Ciudad Satélite, donde administra un
pequeño negocio de artículos electrónicos de última generación. Se trata de una
mujer menuda, pizpireta, de malgenio y carácter dominante; la misma señora que,
privándome del trino mañanero de los pájaros, serrucha las ramas del árbol que
está cerca de la ventana de mi cuarto, hasta dejarlo pelado como un esqueleto
de madera, sólo porque el follaje cubre el letrero de su negocio. Está claro
que esta vecina piensa más en el dinero, que en cuidar los árboles que no sólo
oxigenan la atmósfera, sino también ornamentan una urbe hecha a golpes de ladrillos
y cemento, donde los escolares se dedican a arborizar los parques y las calles,
mientras otros se dedican a destruirlos sin compasión, sólo por la maldita
ambición de que su negocio prospere a cualquier precio.
Esta
vecina, que tiene la boca de sapo y los lentes chorreados hasta la punta de la
nariz, siempre que se propone imponer sus caprichos, chilla con inflexiones
agudas como las perritas de estatura pequeña, que ladran más por miedo que por
bravura. No es casual que para encubrir su personalidad inquisidora y su monumental
ignorancia, se protege con un caparazón de autoritarismo como única arma de sobrevivencia
entre los vecinos, quienes no le dirigen la mirada ni la palabra, porque la
tienen como a una serpiente agresiva y venenosa.
No
cabe duda que esta mala vecina, bruta hasta la pared del frente, desconoce el
porqué de los cambios climáticos y cómo éstos afectan a la biodiversidad de nuestro
pobre planeta que, en lugar de gozar de buena salud, parece haber enloquecido
desde hace tiempo, en parte, debido a la conducta depredadora de las personas
inconscientes que comparten la misma mentalidad de la mencionada vecina, acostumbrada
a pasarse por las narices las ordenanzas municipales y a reírse de quienes se
preocupan por preservar y hasta por mejorar el ecosistema de una ciudad cada
vez más poblada y contaminada.
Al
caer la noche, el rugido de los motores de los autos “chutos” sigue inundando
la calle, y a la hora de dormir, el bióxido de carbono se confunde con el
espesor de la noche, mientras los escasos árboles de la ciudad de El Alto, que
ornamentan las calles que se llenan de perros andariegos, ventilan sus empolvadas
hojas bajo el pálido resplandor de la luna, con la esperanza de que al día siguiente
no sufran hachazos en el tronco ni en las ramas, y puedan oxigenar el contaminado
aire bajo la luz del sol.
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