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16/2/18

Una literatura con aliento alcohólico

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Por: Víctor Montoya

Se entiende que hay una relación conflictiva entre borrachera y actividad creativa, como conflictiva es la relación amorosa entre un hombre y una mujer. De ahí que menudean las críticas que juzgan al músico más por los litros de alcohol que consume, que por su virtuosismo y la magnitud de sus composiciones; lo mismo que a un artista plástico se le juzga más por sus inclinaciones políticas o sus preferencias sexuales, que por la profunda calidad estética plasmada en sus creaciones pictóricas. 

Ni qué decir de los escritores que, en la visión pacata de algunos críticos ocasionales, son juzgados más por sus borracheras que por la trascendencia de su literatura, aun sabiendo que sus escritos, aparte de reflejar la autodestrucción emocional e intelectual de una personalidad sensible, es la auténtica expresión de una realidad social hecha de hipocresía y doble moral, que suele premiar a los “ciudadanos ejemplares” y castigar a las “ovejas descarriadas del Señor”. 

Sin embargo, para quienes tenemos una visión más tolerante y humana en torno a las adicciones de los creadores de la palabra escrita, la borrachera no es vano y mucho menos una absurda pérdida de tiempo, ya que la borrachera puede ser una fuente de inspiración y creación. No es casual que algún poeta, después de vencer las angustias de la resaca, haya creado lo siguiente: “Copete nuestro que estás envasado,/ santificado sea tu grado,/ venga a nosotros tu alcohol,/ hágase tu voluntad,/ así en caja como en botella./ Danos hoy la chela de cada día,/ perdona a los que no toman/ como nosotros perdonamos/ a los que no convidan./ No nos dejes caer al suelo/ y líbranos del yogurt...”.

Quizás uno de los casos más emblemáticos de los escritores que combinaron su creatividad literaria con las botellas de aguardiente sea Charles Bukowski, nacido en Alemania en 1920 y fallecido en Estados Unidos en 1994, francotirador de las letras y mito “underground”, Hijo de un severo soldado yanqui y de una alemana de carácter frío, que radiografió con saña la vil mentira del “sueño americano”.

La leyenda cuenta que Bukowski entró en contacto con el olor del alcohol a través del aliento de su abuelo de ojos azules y brillantes, que lo levantaba en sus brazos para acariciarlo con la ternura que les hacía falta a sus padres. Algunos años más tarde, cuando alcanzó la pubertad, él mismo se llevó a la boca el gollete de la botella de whisky; una mamadera que le servía como sustituto del amor de sus padres y de la que nunca más se separaría por el resto de su vida.

Ya de joven, ganado por el hechizo de las palabras, sus noches eran de alcohol y sus días de biblioteca, donde descubrió las obras de Saroyan, Sinclair, Hemingway, Miller y muchos otros que le aportaron sapiencia y técnicas para aglutinar las palabras en una prosa afectiva y efectiva.

Después empezó su travesía por la ruta de la literatura redactando sus primeros relatos fantásticos en una máquina “Remington” negra, que los enviaba, una y otra vez, a algunas publicaciones donde no siempre eran bienvenidos, mientras él trabajaba en una oficina de correos transportando sacos de cartas; una experiencia que le sirvió como base para escribir su novela “Cartero” en 1971.

Su vida transcurrió en sombríos cuartuchos de California, Nueva York, Filadelfia y en un barriobajero de alcantarillas de Los Ángeles, donde aprendió a convivir con sus propios fantasmas, entre botellas de aguardiente y escándalos protagonizados durante sus apoteósicas borracheras, pero sin dejar de crear, en verso y en prosa, decenas de obras que escupió su máquina de escribir; el único instrumento al que se aferraba cuando estaba sobrio y tenía ganas de blasfemar contra todo y todos.

Al final, cuando los “académicos” tildaron su más de medio centenar de libros como “obras de un borracho”, él se rió sarcásticamente en sus narices y, sin titubear una pisca, confesó: “Mi vida no ha cambiado, me limito a beber cosas distintas”.

Otros poetas malditos, más por provocación que por presumir, lucían trajes al mejor estilo de los escritores “dandis” y “suicidas”, como lo fueron Lord Byron y Oscar Wilde. En estas lindes, donde la genialidad y la bohemia se dan la mano en armonía, no faltaron los escritores que se refugiaron en el alcohol y se entregaron a la alquimia para encontrar la piedra filosofal, como el eximio escritor sueco August Strindberg, de quien se decía que odiaba a las mujeres cada vez que sufría una crisis emocional o un irresistible ataque de celos.

Los escritores más pobres, que se ganaban el pan (y el vino) ejerciendo trabajos extraliterarios, mantenían una mejor relación con el vaso que con sus seres queridos. A veces perdían la compostura con la misma facilidad con que perdían el trabajo y la familia. Los escritores con prestigio, como Ernest Hemingway, incluso podían quitarse la vida pegándose un tiro en la cabeza, sin importarles la opinión de los críticos de pacotilla ni los “prestigiosos premios” que obtuvieron en vida.    

Entre los bolivianos abundaron los autores que bebieron hasta terminar tirados en la intemperie, al amparo de la noche y en algún callejón de la ciudad, como Jaime Saenz que se adentró en el submundo de la ciudad bebiendo como “maldito” y en compañía de los “aparapitas”, o como Víctor Hugo Visacarra, quien transitaba por los sórdidos recovecos de la “ciudad maravilla” en busca de bodegas a media luz, donde pudiera saciar su sed de alcohol o “curar” su “ch’aki fulero”, con sorbitos de alcohol aguado y junto a los recluidos en el submundo de una sociedad hecha a golpes de apariencias y doble moral, donde el alcohólico está -y siempre estuvo- condenado a la exclusión social tanto por leyes humanas como divinas.

A lo largo de la historia de la humanidad, muchos autores han tenido una relación estrecha con el alcohol, algunos incluso han hecho de su adición una forma de vida artística y han creado obras literarias con un cigarrillo en los labios y una copa en la mano, como Baudelaire, Rulfo, Dario,  Onetti, Allan Poe, Faulkner, Dostoievski, Dylan Thomas y un lago etcétera.

No cabe duda de que estos adorables escritores, que vivieron sus infiernos bajo los efectos de la bebida y luego los contaron en las páginas de sus libros, estaban conscientes de que lo más importante era, después de haberse precipitado en los toneles de aguardiente, volver a trepar por sus empinadas paredes, alcanzar el borde, salir con vida a la superficie y transmitir una sabiduría que sólo se aprende tras haber tocado fondo o haberse zambullido en las bebidas espirituosas, donde dicen que se encuentra el cofre de luces y sombras que un día perdió el diablo.

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